sábado, 29 de diciembre de 2012

Matemos al Anticristo.



De un tiempo para acá, diversas cosas que han ocurrido en la macroestructura han conseguido causar malestar subjetivo en mí. No quiero echar balones fuera: sé que gran parte de la responsabilidad es mía y no pretendo decir que no esté en mis manos mejorar mis circunstancias y mi estado de ánimo. Sólo quiero decir que, definitivamente, he permitido que lo que ocurre en la macroestructura me afecte bastante o, si se prefiere, no he conseguido estar bien a pesar del caos estructural, no he sabido fortalecerme frente a ello, no he sabido estar a la altura.

Buscando algún tipo de emoción  - ¡cualquiera! – que me sacara del estado gris y plano en el que me encuentro, me dio por ponerme a ver películas de terror. Buscaba sentir algo intenso: miedo, expectación… no sé, lo que se supone que estas películas ofrecen. Quería sentir miedo, mucho miedo... Así que empecé por las japonesas. La gente suele decir que aterrorizan. Ví algunas de las más famosas y nada, no me hacían sentir nada. La mayoría ni siquiera era capaz de terminar de verlas, ya que los argumentos me aburrían muchísimo.  Soy una persona atea, para quien la apariencia de orden existente es un resultado azaroso del caos… No creo en nada sobrenatural, ni en nada más allá de este mundo, sea lo que éste sea. La cuestión de qué es el mundo ya es bastante misteriosa para estar preguntándonos por un ultra-mundo. Creo sólo en este mundo, y no es poca cosa, porque, ¿no me digas que no es lo suficientemente rico, especial y singular?, ¿para qué buscar algo más?.  Desde mi punto de vista, no hay dos realidades. No me complico la vida (al menos en este sentido): soy monista.

Uno de los precios que hay que pagar por ser atea y monista es que las películas de terror pierden por completo su interés. Un género menos por disfrutar…

Sin embargo, pese al claro fracaso en mi búsqueda de emociones fuertes, yo me aferraba a las películas de terror. Cambié un poco la estrategia: en lugar de ver películas nuevas que prometían ser verdaderamente terroríficas, me propuse volver a ver las películas que en la infancia hacían que pasara noches en vela. Quizás consiguiera despertar viejos fantasmas.  Fui una niña que sufrió mucho a causa de creer en el Demonio, en el Infierno, lo satánico  y demás lindezas que pueblan el imaginario colectivo por culpa de algunas religiones. Las películas de terror que hoy me parecen una chorrada, en el pasado, fueron fuente de gran angustia.

Especial mención, por sus devastadores efectos en mi persona, merecen Poltergeist (traducida por “Juegos Diabólicos” en México) y The Omen (“La Profecía”). Fue a causa de Poltergeist 2 que supe lo que es quedarse literalmente paralizada por el miedo. Dormía en la misma habitación que mi hermana pero, para mí, eso era tanto como dormir sola.  Había una escena de la película que me había impactado bastante. En ella, la protagonista, una inocente niña,  juega a “las manitas” con un señor mayor en el parque. Resulta que ese señor era ni más ni menos que el Demonio. La idea de que cualquiera, incluso un entrañable hombre mayor que juega con una niña en el parque, pudiera ser el Demonio, me resultaba  espeluznante. Una  noche, en cama, me golpeó la imagen de un entrañable hombre mayor que era el Demonio, acompañada de la inquietante idea de que Satanás podría estar en cualquier parte. Me quedé como piedra, sin poder moverme, con el corazón golpeando mi pecho a gran velocidad y el cuerpo totalmente rígido. Sentí frío y hormigueo. No tengo ni idea de cuánto tiempo estuve así, sin poder moverme. Deseaba con todas mis fuerzas ser capaz de ir corriendo al cuarto de mi madre y de mi padre.  En un arrebato de valor, conseguí erguir mi tronco y mirar hacia la puerta. No me encontré con la atemorizante obscuridad, no…  porque, a causa de mis terrores nocturnos, dejábamos la luz del baño encendida (el baño se encontraba justo a lado de mi habitación). A pesar de lo que la luz revelaba: que allí no había nadie, sólo pude mantenerme erguida unos segundos. El pavor volvió a hacer que pegara mi espalda al colchón, con fuerza. Que en la puerta no hubiera nada acechando no calmaba mi miedo, pues éste no tenía un objeto concreto y localizable. Yo padecía por algo muy abstracto y muy ilocalizado: ni más ni menos que lo satánico.

Después de estar otro rato sin poder hacer nada, conseguí emitir el grito de salvación: “¡Papáaaaaaaaa!”. Supongo que esa fue una de las tantas noches que no dormí en mi cama, sino en un lugar mucho más seguro: entre mi padre y mi madre.

Lo de The Omen fue diferente. Demian, el Anticristo, me provocaba tanto terror como atracción. Ese es un tema interesante desde el punto de vista de la socialización femenina (hoy las adolescentes suspiran por la historia de amor entre un peligroso vampiro y una masoquista obcecada en liarse con él pese a todos los riesgos), pero no es el objeto del post de hoy. The Omen no sólo me provocó innumerables pesadillas, el visionado de esa película, unida a un episodio del todo trivial, consiguió que durante un tiempo yo me replanteara mis objetivos vitales y que tuviera ciertos delirios de grandeza. Todo esto resulta bastante cómico. Creo que no tenía ni 9 años. Poco después de ver la impresionante película, una testigo de Jehová  tocó a la puerta. Teníamos prohibido dejar entrar a personas desconocidas, así que cuando la mujer me dijo que traía un mensaje de Dios, creyente, como yo era, trepé por el portal hasta que conseguí asomar la cabeza por encima del mismo y ver a la mujer desde arriba. Escuché con mucho interés sus explicaciones. Ella afirmaba que el Reino de Dios no estaba en el cielo ni en ningún otro lugar; decía que el Reino de los Cielos era algo por venir, era algo que ocurriría en esta tierra. Se apoyó en el Padre Nuestro para demostrar que eso era así: “Venga a nosotros tu Reino”. Y añadió que era posible que el Anticristo ya estuviera en la tierra y que el fin del mundo y, por tanto, la venida del Reino de Dios,  estuviera muy cerca.   A mí me convenció. Cuando se lo conté a mi madre, ella me dijo que no hiciera caso de las personas que van tocando las puertas de las casas contando esas cosas, me dijo que pertenecían a sectas peligrosas. No obstante, para mí, todo encajaba… Demian, la daga con la que había que matarlo, la casual visita de esa señora…

Durante algunos días, estuve convencida de que mi misión era matar al Anticristo. Tenía agotadoras pesadillas en las que, de pronto, tenía la capacidad de volar y participaba de terribles batallas contra el Anticristo y contra Satanás. Despierta, no claudicaba: iba a todas partes atenta, convencida de que en algún sitio encontraría la daga y me toparía de frente con aquél individuo al que me correspondía exterminar, por el bien de la humanidad. Estaba convencida de que lo reconocería sin problemas.

Una crece, deja de creer en esto, deja de creer en lo otro y… ¿qué nos queda?. Muere el miedo a las cosas inexistentes.  Ya no son demonios y entidades infernales las que nos aterrorizan. Ya no le tememos a ilusiones, a invenciones, a ficciones. Pero, ahora, muerta la inocencia, preferiríamos que así fuera (¿deseo de avadirnos?), porque, desde nuestro punto de vista, el problema es que ahora nuestros temores parece que sí tienen una causa real y consecuencias que, de darse aquello que tanto tememos, serían terribles. Lo que nos paraliza por las noches (y por el día) ya no es la idea de lo satánico, sino el miedo a malgastar nuestras vidas intentando tan sólo sobrevivir, a no poder tener hij@s, a tener que vender nuestros principios por un plato de lentejas, a una vejez en la precariedad económica, a las enfermedades, a la eterna rutina,  etc.. etc.. etc… (cada quien que ponga lo que quiera dependiendo de su circunstancia). Eso debería hacernos sentir cierto alivio, ¿no?. Si sólo le tememos a lo real, parece que no tenemos que preocuparnos por no temer, ya que los miedos están del todo justificados. Un problemas menos. -  ¿Un problema menos?, ¿de verdad sólo le tememos a lo real?, ¿no estaremos otra vez creyendo en anticristos, fantasmas y muñecos diabólicos de melena roja?.

Hay cosas que se mantienen sólo porque nosotros lo permitimos. Sólo están en nuestra cabeza. Es a nuestra cabeza a la que tenemos que tenerle miedo cuando juega en contra  nuestra. Hagámosla nuestra aliada.   Hay que ir con la daga a matar al Demian que habita en nosotras.  Hagamos nuestra lista de miedos y veamos cuántos de ellos son reales (sólo el presente es real, el futuro está por decidirse), cuántos están justificados (¿realmente necesitamos eso que queremos que tanto miedo nos da no conseguir?) y hasta qué punto estos miedos nos paralizan. Hagamos las cosas como creemos que tienen que ser hechas, y no como está establecido que tienen que ser hechas, sin miedos… Muchas de las cosas que nos oprimen a nivel estructural, cosas que reconocemos como injustas y que denunciamos, se sostienen porque las consentimos. Hay otras maneras, hay otros caminos. Y si nos rebelamos, ya sin miedo, ¿qué pasará?, ¿podremos transitarlos?. El miedo es algo muy contra-revolucionario.   

La X treintañera.