De un tiempo para acá, diversas cosas que han ocurrido en la
macroestructura han conseguido causar malestar subjetivo en mí. No quiero echar
balones fuera: sé que gran parte de la responsabilidad es mía y no pretendo
decir que no esté en mis manos mejorar mis circunstancias y mi estado de ánimo.
Sólo quiero decir que, definitivamente, he permitido que lo que ocurre en la
macroestructura me afecte bastante o, si se prefiere, no he conseguido estar bien
a pesar del caos estructural, no he sabido fortalecerme frente a ello, no he
sabido estar a la altura.
Buscando algún tipo de emoción -
¡cualquiera! – que me sacara del estado gris y plano en el que me encuentro, me
dio por ponerme a ver películas de terror. Buscaba sentir algo intenso: miedo,
expectación… no sé, lo que se supone que estas películas ofrecen. Quería sentir
miedo, mucho miedo... Así que empecé por las japonesas. La gente suele decir
que aterrorizan. Ví algunas de las más famosas y nada, no me hacían sentir nada.
La mayoría ni siquiera era capaz de terminar de verlas, ya que los argumentos
me aburrían muchísimo. Soy una persona atea,
para quien la apariencia de orden existente es un resultado azaroso del caos…
No creo en nada sobrenatural, ni en nada más allá de este mundo, sea lo que éste
sea. La cuestión de qué es el mundo ya es bastante misteriosa para estar
preguntándonos por un ultra-mundo. Creo sólo en este mundo, y no es poca cosa,
porque, ¿no me digas que no es lo suficientemente rico, especial y singular?, ¿para
qué buscar algo más?. Desde mi punto de
vista, no hay dos realidades. No me complico la vida (al menos en este
sentido): soy monista.
Uno de los precios que hay que pagar por ser atea y monista es que las
películas de terror pierden por completo su interés. Un género menos por
disfrutar…
Sin embargo, pese al claro fracaso en mi búsqueda de emociones fuertes, yo
me aferraba a las películas de terror. Cambié un poco la estrategia: en lugar
de ver películas nuevas que prometían ser verdaderamente terroríficas, me
propuse volver a ver las películas que en la infancia hacían que pasara noches
en vela. Quizás consiguiera despertar viejos fantasmas. Fui una niña que sufrió mucho a causa de creer
en el Demonio, en el Infierno, lo satánico y demás lindezas que pueblan el imaginario
colectivo por culpa de algunas religiones. Las películas de terror que hoy me
parecen una chorrada, en el pasado, fueron fuente de gran angustia.
Especial mención, por sus devastadores efectos en mi persona, merecen
Poltergeist (traducida por “Juegos Diabólicos” en México) y The Omen (“La
Profecía”). Fue a causa de Poltergeist 2 que supe lo que es quedarse
literalmente paralizada por el miedo. Dormía en la misma habitación que mi
hermana pero, para mí, eso era tanto como dormir sola. Había una escena de la película que me había
impactado bastante. En ella, la protagonista, una inocente niña, juega a “las manitas” con un señor mayor en el
parque. Resulta que ese señor era ni más ni menos que el Demonio. La idea de
que cualquiera, incluso un entrañable hombre mayor que juega con una niña en el
parque, pudiera ser el Demonio, me resultaba espeluznante. Una noche, en cama, me golpeó la imagen de un
entrañable hombre mayor que era el Demonio, acompañada de la inquietante idea
de que Satanás podría estar en cualquier parte. Me quedé como piedra, sin poder
moverme, con el corazón golpeando mi pecho a gran velocidad y el cuerpo
totalmente rígido. Sentí frío y hormigueo. No tengo ni idea de cuánto tiempo
estuve así, sin poder moverme. Deseaba con todas mis fuerzas ser capaz de ir
corriendo al cuarto de mi madre y de mi padre. En un arrebato de valor, conseguí erguir mi
tronco y mirar hacia la puerta. No me encontré con la atemorizante obscuridad,
no… porque, a causa de mis terrores
nocturnos, dejábamos la luz del baño encendida (el baño se encontraba justo a
lado de mi habitación). A pesar de lo que la luz revelaba: que allí no había
nadie, sólo pude mantenerme erguida unos segundos. El pavor volvió a hacer que
pegara mi espalda al colchón, con fuerza. Que en la puerta no hubiera nada
acechando no calmaba mi miedo, pues éste no tenía un objeto concreto y
localizable. Yo padecía por algo muy abstracto y muy ilocalizado: ni más ni
menos que lo satánico.
Después de estar otro rato sin poder hacer nada, conseguí emitir el grito
de salvación: “¡Papáaaaaaaaa!”. Supongo que esa fue una de las tantas noches
que no dormí en mi cama, sino en un lugar mucho más seguro: entre mi padre y mi
madre.
Lo de The Omen fue diferente. Demian, el Anticristo, me provocaba tanto
terror como atracción. Ese es un tema interesante desde el punto de vista de la
socialización femenina (hoy las adolescentes suspiran por la historia de amor
entre un peligroso vampiro y una masoquista obcecada en liarse con él pese a
todos los riesgos), pero no es el objeto del post de hoy. The Omen no sólo me provocó innumerables pesadillas,
el visionado de esa película, unida a un episodio del todo trivial, consiguió
que durante un tiempo yo me replanteara mis objetivos vitales y que tuviera
ciertos delirios de grandeza. Todo esto resulta bastante cómico. Creo que no
tenía ni 9 años. Poco después de ver la impresionante película, una testigo de Jehová tocó a la puerta. Teníamos prohibido dejar
entrar a personas desconocidas, así que cuando la mujer me dijo que traía un
mensaje de Dios, creyente, como yo era, trepé por el portal hasta que conseguí
asomar la cabeza por encima del mismo y ver a la mujer desde arriba. Escuché
con mucho interés sus explicaciones. Ella afirmaba que el Reino de Dios no
estaba en el cielo ni en ningún otro lugar; decía que el Reino de los Cielos
era algo por venir, era algo que ocurriría en esta tierra. Se apoyó en el Padre
Nuestro para demostrar que eso era así: “Venga a nosotros tu Reino”. Y añadió
que era posible que el Anticristo ya estuviera en la tierra y que el fin del
mundo y, por tanto, la venida del Reino de Dios, estuviera muy cerca. A mí me
convenció. Cuando se lo conté a mi madre, ella me dijo que no hiciera caso de
las personas que van tocando las puertas de las casas contando esas cosas, me
dijo que pertenecían a sectas peligrosas. No obstante, para mí, todo encajaba…
Demian, la daga con la que había que matarlo, la casual visita de esa señora…
Durante algunos días, estuve convencida de que mi misión era matar al
Anticristo. Tenía agotadoras pesadillas en las que, de pronto, tenía la
capacidad de volar y participaba de terribles batallas contra el Anticristo y
contra Satanás. Despierta, no claudicaba: iba a todas partes atenta, convencida
de que en algún sitio encontraría la daga y me toparía de frente con aquél
individuo al que me correspondía exterminar, por el bien de la humanidad.
Estaba convencida de que lo reconocería sin problemas.
Una crece, deja de creer en esto, deja de creer en lo otro y… ¿qué nos
queda?. Muere el miedo a las cosas inexistentes. Ya no son demonios y entidades infernales las
que nos aterrorizan. Ya no le tememos a ilusiones, a invenciones, a ficciones.
Pero, ahora, muerta la inocencia, preferiríamos que así fuera (¿deseo de
avadirnos?), porque, desde nuestro punto de vista, el problema es que ahora nuestros
temores parece que sí tienen una causa real y consecuencias que, de darse
aquello que tanto tememos, serían terribles. Lo que nos paraliza por las noches
(y por el día) ya no es la idea de lo satánico, sino el miedo a malgastar
nuestras vidas intentando tan sólo sobrevivir, a no poder tener hij@s, a tener
que vender nuestros principios por un plato de lentejas, a una vejez en la
precariedad económica, a las enfermedades, a la eterna rutina, etc.. etc.. etc… (cada quien que ponga lo que
quiera dependiendo de su circunstancia). Eso debería hacernos sentir cierto
alivio, ¿no?. Si sólo le tememos a lo real, parece que no tenemos que
preocuparnos por no temer, ya que los miedos están del todo justificados. Un
problemas menos. - ¿Un problema menos?,
¿de verdad sólo le tememos a lo real?, ¿no estaremos otra vez creyendo en
anticristos, fantasmas y muñecos diabólicos de melena roja?.
Hay cosas que se mantienen sólo porque nosotros lo permitimos. Sólo están
en nuestra cabeza. Es a nuestra cabeza a la que tenemos que tenerle miedo
cuando juega en contra nuestra. Hagámosla
nuestra aliada. Hay que ir con la daga a matar al Demian que
habita en nosotras. Hagamos nuestra
lista de miedos y veamos cuántos de ellos son reales (sólo el presente es real,
el futuro está por decidirse), cuántos están justificados (¿realmente
necesitamos eso que queremos que tanto miedo nos da no conseguir?) y hasta qué
punto estos miedos nos paralizan. Hagamos las cosas como creemos que tienen que
ser hechas, y no como está establecido que tienen que ser hechas, sin miedos…
Muchas de las cosas que nos oprimen a nivel estructural, cosas que reconocemos
como injustas y que denunciamos, se sostienen porque las consentimos. Hay otras
maneras, hay otros caminos. Y si nos rebelamos, ya sin miedo, ¿qué pasará?,
¿podremos transitarlos?. El miedo es algo muy contra-revolucionario.
La X treintañera.